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Miedos Infundados


Comparto la experiencia de Marta Beck, Estados Unidos.
¡ADVERTENCIA! MUCHAS DE LAS PALABRAS O PENSAMIENTOS QUE PUEDEN ESTAR REFLEJADOS EN ESTA NOCHE PUEDEN LLEGAR A HERIR SUSCEPTIBILIDADES  CONSEJO: ANTES DE FORMARSE UNA OPINIÓN TERMINAR DE LEER LOS CONCEPTOS DE ESTA SEÑORA Y REFLEXIONAR ACERCA DE QUE SON MUCHAS LAS FORMAS EN QUE UNO PUEDE REACCIONAR ANTE LA NOTICIA DE TENER UN NIÑO CON SÍNDROME DE DOWN 

Miedos Infundados

Miedo nº 1. Mi hijo sería repugnante para mí y para el resto de la gente “normal”

No me siento orgullosa al admitir que éste fue uno de mis mayores miedos antes de que Adam naciera. Como dispuse de meses para imaginarme cómo sería su aspecto y su comportamiento antes de verle realmente, creo que mi terror fue más exagerado del que hubiese tenido si hubiese conocido el diagnóstico después de nacer. Estaba aterrada de tener un hijo que se pareciera y actuara como un “mongólico” (para usar una de las palabras más odiadas por la comunidad del síndrome de Down). Este miedo primitivo se debía a mi primer contacto con personas con trisomía 21, que había consistido en unas visitas anuales que hacíamos por Navidad para cantar villancicos en una “escuela de formación” que había cerca de mi casa. Los residentes de esta “escuela” habían permanecido institucionalizados desde su nacimiento, revueltos con otros que nos mostraban toda forma de discapacidad intelectual y física, dejados al cuidado de funcionarios del estado con exceso de trabajo y mal pagados, que comprendían sus necesidades.

Mi miedo sobre los aspectos diferenciales visibles de Adam empezó a desaparecer en el momento en que un genetista me aseguró que los niños con síndrome de Down criados en casa tienden – al igual que todos los niños – a aparentar y a comportarse como los demás miembros de su familia. Sentí también un enorme alivio cuando Adam nació y puede ver que, lejos de ser un monstruo, era un bebé absolutamente adorable. Y todavía, conforme ha ido creciendo, me ha sorprendido constantemente comprobar las finas sensibilidades sociales de Adam, sus suaves maneras para con la gente, el estilo con que se viste y se peina. A los dos años ya se preocupaba de su modo de vestir y mostraba sus preferencias por su atuendo. Con tres años y medio, había decidido que se sentía más a gusto con ropa oscura, con una camisa blanca y una corbata de estilo conservador. Y vestía así casi a diario para acudir a la guardería y escuela elemental. Ahora con trece años, lleva ropa informal (pero de marca) cuando la ocasión lo aconseja, pero le encantan las ocasiones formales en las que ha de llevar traje o – mejor todavía – smoking y pajarita. El sentido de estilo de Adam, adquirido por sí mismo, elimina toda esa “rareza” que vi hace años en esas personas descuidadas con síndrome de Down que estaban institucionalizadas.

Los modales de Adam son tan formales como sus gustos por la ropa, no simplemente aceptables sino sumamente gratos. Puede muy bien encontrarse, como me ha pasado a mí, con que su hijo con síndrome de Down es el único de sus hijos al que nunca hay que recordar decir “por favor” o “gracias”, que se presta a ayudar tan pronto se da cuenta de que alguien lo necesita, que está pendiente con un chiste de suavizar una situación tensa, que se esfuerza con cuidado, con suavidad y con eficacia por hacer que los niños tímidos se sientan a gusto. Me encantaría afirmar que la enormemente agradable personalidad de Adam se debe a unos buenos genes y a la dedicación de los padres, pero me parece que el cromosoma extra tiene algo que ver con ello. Si las personas con síndrome de Down no se ven expuestas a un ambiente social normal, ciertamente parecerán y se comportarán de formas que parezcan extrañas a los demás. Pero cuando se les deja funcionar en el mundo como cualquier otra persona, estos niños tienden a ser tan socialmente expertos como los que no tienen síndrome de Down, si no más.

Miedo nº 2: Mi hijo llevará una vida desgraciada

La frase más angustiosa que mi ginecólogo me dijo para convencerme que abortara fue: “¿Sabe? Su hijo nunca será feliz”. Comparó a Adam a un tumor maligno, un accidente celular que, dejándolo crecer, nos llevaría a una desdicha incalculable. Según iba captando esta imagen, de pronto me di cuenta que el propio doctor no parecía ser una persona particularmente feliz. Tuve la sospecha de que, como tanta gente que conocí en Harvard, probablemente se sentía intensamente apremiado, dispuesto a demostrar su brillantez a toda costa. Hubiese apostado hasta mi última moneda a que no estaba basando su opinión sobre la posible felicidad de Adam en ninguna experiencia real con personas con síndrome de Down. Por el contrario, sus negras predicciones se basaban en su propia convicción de que el valor y la importancia de los seres humanos estaban inseparablemente unidos a su coeficiente intelectual. En el universo de mi médico, el trabajo intelectual era el único camino para la autoestima y la satisfacción.

Yo había compartido este punto de vista toda mi vida. Estaba convencida de que cuantos más exámenes aprobara y más títulos consiguiera, más feliz sería. Pero incluso antes de que Adam naciera, su diagnóstico me hizo reexaminar esta creencia. Me di cuenta de que había superado infinidad de exámenes académicos, y ninguno de ellos me había proporcionado felicidad alguna que fuera profunda y duradera. No estaba segura de que esto fuera verdad, pero de algún modo sentí que estaba a punto de comprobarlo.

Y bien que lo comprobé, casi desde el instante en que Adam nació. Su primerísimo acto independiente, antes de que le cortaran el cordón umbilical, fue hacerse un pis entusiasta en la cara del ginecólogo que le había llamado tumor maligno. Y tras esta demostración, literalmente “en su propia cara”, pasó a vivir una de las vidas más felices que jamás he conocido. Esto no significa que las personas con síndrome de Down estén “siempre contentas” –éste es precisamente uno de los mitos azucarados que quizá escuche de personas que tratan de manejar su propia ansiedad sobre el retraso mental. A decir verdad, las personas con síndrome de Down muestran todo un espectro emocional normal, y pueden llegar a tener una depresión clínica, igual que el resto de la gente, si no se les trata bien o se sienten aislados. Además, sus personalidades son individuales; es decir, difieren entre sí como los que nos llamamos “normales”. Pero aun a riesgo de hacer una generalización, yo diría que las personas con síndrome de Down tienden a ser más perspicaces que el resto de nosotros en un sentido fundamental: en lugar de distraerse en conseguir autoestima en forma de honores, poder, salud y esfuerzo competitivo, tienden a concentrarse en un criterio esencial: el amor.

Cuando la gente tiene experiencias casi mortales, tiende a reaccionar poniendo el amor en el centro de sus vidas. Los años que pueden haber pasado persiguiendo la felicidad a base de conseguir o de adquirir, vienen a parecer vacíos si se compara con el tiempo que pasan con la gente y en actividades que más aman. Adam, al igual que otras personas con síndrome de Down que conozco, nunca pierde esta perspectiva. Rechaza gastar su tiempo en cosas que no ama (afortunadamente, le encanta hacer sus tareas del hogar, ordenar sus cosas, hacer cosas agradables para los demás, y exigirse a sí mismo física y mentalmente). En cambio, centra su puntería sobre cualquier cosa que signifique querer a alguien o a algo que se cruce en su camino. Es un optimista natural, encontrando siempre cosas sobre las que poder sentirse entusiasmado y complacido.

No puedo expresar lo maravillosamente que cambia nuestra vida diaria cuando se convive con alguien que piensa de esta manera. Durante catorce años, Adam ha estado llamando mi atención hacia la felicidad que nos aguarda en casi cualquier ocasión: el gusto por una buena hamburguesa, la alegría de jugar con nuestro perro, el fabuloso sentimiento de lavar las sábanas. Cada día, su pronta sonrisa y su fácil agradecimiento me enseñan más sobre cómo disfrutar de la vida que lo que haya aprendido en los más de veinte años de mi educación formal. Como comentó un día su hermana más pequeña cuando Adam estaba explorando encantado el modo en que funcionaba su cepillo de dientes eléctrico: “Vaya, ya está otra vez Adam inundado de alegría”. Aquel ser semihumano y desgraciado que previno mi médico nunca apareció bajo la piel de Adam; al revés, tuve un hijo que parece haber venido equipado con una perspectiva iluminadora que con inteligencia y con paciencia que se estira hasta enseñarme cómo ser feliz. Sólo me cabe esperar que aquel primer ginecólogo que tuve reciba alguna vez este milagroso regalo.

La aceptación viene antes que el amor...

Amar conlleva muchas cosas, entre ellas, la aceptación total de una persona que llega a nuestra vida, y cuando eso sucede entonces es cuando vivimos a plenitud el amor, que confesamos sentir.
Aceptar no es " tolerar ", es respetar, dejar ser quien es tal cual cada ser humano y aprender a ser feliz con eso.
Nuestros hijos genéticamente distintos necesitan más que la confesión de "amor" y tolerancia, necesitan "aceptación completa" para potencializarse como personas felices y amadas.
Hoy quiero agregar a mi nota, que para aprender a aceptar a otras personas debe cumplirse el precepto de que para amar, primero hay que amarse, y para aceptar a los demás, primeramente debemos aceptarnos tal cual como somos, manejar la aceptación propia nos dará un base sólida para dejar huella en las vidas de quienes están cerca.
Sé que muchas cosas no llegan a nuestra vida por casualidad, ni tampoco son "permiso de Dios", creo que en la voluntad permisiva de el creador él ha permitido retos que él sabe que nos harán más fuertes, más valientes y mejores seres humanos, por eso nacen nuestros hijos especiales, para que jamás olvidemos que como complemento del amor la aceptación hará de nosotros mejores padres, amigos y guiadores.


Quiero compartirles éste video de mi hijo ya de 1 año y 11 meses.  Me gusta mucho pensar que esa sonrrisa es producto de mi aceptación completa, que por ende ha formado en él su propia autoestima, aceptación y amor. Que lo disfruten.